Jaime Colson: Dominicano Universal
Es apasionante, y al mismo tiempo revelador, escribir de un artista de la estatura de Jaime Colson, algo relacionado con su destino. Sobre todo, cuando la vida le ha sido tan hostil y negativa que paradójicamente ella se mezcla, casi siempre, con una auténtica realidad, y otras veces con el matiz fantástico de la leyenda.
Pero antes de toda consideración, habría que destacar que Colson ha sido un pintor sin suerte, es decir, un pintor que durante su larga y accidentada carrera artística no ha conocido (injustamente) la palabra triunfo.
Y desde su comienzos, hasta el final de la edad madura, su trayectoria presenta todas la características e irregularidades propias de una vida trashumante, o la de un peregrino que nunca fijó su norte en la rutina de la vida diaria, pero que si lo fijo con la culminación de su arte, aunque fuera incomprendido adentro y afuera de su país. Incomprensión debida a una doble circunstancia: ignorancia por parte de la clase dirigente de su país e injusticia claramente visible, en los difíciles caminos recorridos afuera de su tierra, por este hijo de una pequeña isla perdida microscópicamente, no solamente en la geografía vastísima del mundo, sino en el complicado tejido del arte.
En sus Memorias (no publicadas) Colson destaca con cierta ironía en torno a su suerte, algo que en todo el curso de este libro claro muchas cosas: “En una ocasión un cura renegado, medio brujo y muy astrólogo, a quien tuve la oportunidad de tratar en un paraje oscuro próximo a Ciudad de México, me dijo mirándome los ojos y con mis manos entre la suyas: “Usted nació bajo un mal signo. El despojo domina en su vida. Usted ha sido expoliado y lo ha de seguir siendo por el resto de sus días.” Parece en realidad, que el Cura aserto en lo dicho. El mismo Colson señala convencidamente: “Soy un saturniano, hijo legítimo de Capricornio, uno de los más nefastos signos entre los que forman el Zodiaco. No soy muy velludo de cuerpo pero en cambio tengo una barba que cualquier semita envidiaria. De niño me encantaba pelear a los frentazos con un hermano mayor que yo. Me embriagaba el áspero relente de los chiqueros y me entusiasmaba trepar por los riscos y despeñaderos donde suele complacerse la cornuda manada caprina.”
Parece que la influencia de su signo fue definitiva en su vida. En otra parte nos dice resignadamente: “El ya muy largo trecho de mis días lo he pasado de salto en saltos entre pináculos y contemplando largamente las profundas hondanadas.”
Esta resignación de llevar y soportar una vida accidentada y al mismo tiempo negativa es visible en todos los momentos de Colson. Aun en los matices más apagados, su vida presenta una manifiesta inclinación hacia la aventura y el nomadismo. Un crítico de arte le llamó “pintor nómada''. En México le llamaban “el pintor sin patria.” Sin embargo en torno a esto último el mismo Colson señala: “cosa esta inconcebible para gente tan apegada el terruño como son los Mexicanos.”
Es posible, por no decir seguro, que esta vida inquieta, de brincos constante, influyera a que él no tuviera un reconocimiento internacional prematuro, acorde con la estatura de su obra. Obra mucho más importante, mucho más interesante que la de otros pintores europeos y mexicanos, quienes por el solo hecho de haber tenido un gran guardaespalda (los grandes países) tienen hoy la fama internacional que no ha tenido injustamente Colson. Injusticias cometidas con los hijos de pequeños países, con los artistas que no han tenido el apropiado tambor que suenan los artistas de los grandes continentes, quienes, además, de contar con el tamaño de su tierra natal (y con su impotrantisima historia) llevan a su favor como estandarte una tradición que se impone por sí sola, cuando pensamos que el artista lleva como bandera los nombres de Rembrandt, si es holandes, Tiziano o Tintoretto, si es italiano, Velazquez y Picasso, si e español, para solo mencionar unos pocos y todo esto es parte de la realidad y la vida que tuvo que afrontar uno de los pintores más sobresalientes que ha tenido América latina, y quizás el menos conocido de los pintores de este hemisferio por las actuales generaciones. Habría que destacar urgentemente que varias épocas de Colson están situadas en un nivel más alto del que tienen la mayoría de los pintores sudamericanos y centroamericanos de su generación, incluyendo un buen lote de pintores mexicanos, argentinos, brasileños, peruanos y cubanos.
Dejando a un lado el análisis justo de su personalidad, punto de mira principal del segundo capítulo, sigamos enfocando cautelosamente la trayectoria de Colson, marcada por inusitados contrastes en su vida intinerante.
Recordemos, primeramente, lo que Colson pone de relieve: “Desde la más tierna infancia me había ido acostumbrando a cambiar de pastos, pues mi familia –aunque no era pobre– andaba siempre de la a otro.” Según el, su adolescencia fue “extremadamente agitada y su preparacion artistica tambien la hizo deambulando por diversas ciudades europeas.”
No contaba Colson más de ocho o nueve años cuando su familia se radicó definitivamente en sus posesiones de Mozovi y de Tubagua, en los campos del este de Puerto Plata. Como bien ha dicho él: “en aquellos bellísimos pero incultos lugares transcurrió una gran parte de mi descuidada infancia. Allí habría de volver después de cerca de cuarenta años de ausencia.” El mismo recuerda que por aquel entonces pintaba constantemente y gracias a esto pudo hacer muchos y variados cuadros. En los motivos de esa época siempre estaba presente o se insinuaba intensamente el paisaje de aquella fértil región.
Ahí, en Tubagua, despertó aunque fuera incipientemente, el artista que había dentro de Jaime Colson –quien como Pablo Picasso, (Pablo Ruiz Picasso) usó su segundo apellido como primero (Jaime Gonzalez Colson). Colson salió para Barcelona en el mes de marzo de 1919, a estudiar pintura y dibujo en la famosa escuela de la Lonja. Escuela donde sin lugar a dudas tuvo su primer encuentro en una forma seria con el mundo de las artes plásticas. Pero, en honor a la verdad, ahí no encontró un verdadero maestro. Fue en Madrid, en el 1920, en Real Academia de San Fernando donde el estudió con maestros de la talla del valenciano Joaquin Sorolla, y el no menos famoso (para los españoles) Romero de Torres. En San Fernando pasó Colson cuatro años de estudios disciplinarios. Afortunadamente aprendió “a pintar como los ángeles,” como dicen los pintores españoles.
Ya el Jamie Colson que había dejado a Puerto Plata, en las primeras horas de una tibia mañana de primavera del año 1919, no era el mismo que había hecho incipientes ensayos en Tubagua. La disciplina académica había entrado en su reino. Y el dibujo era más firme y la visión del color más segura. Tampoco existía el muchacho bellaco, de mente desordenada, aquel muchacho que había asistido apenas a la escuela primaria, de temperamento independiente, y quien mató de un balazo a un compañero por actuar en su legítima defensa, y quien pensaba ser agricultor. Ahora el nuevo Colson se había refugiado en la pintura como el único norte de su vida.Madrid había confirmado plenamente su vocación de pintor. El Museo del Prado le había enseñado las leyes sagradas de la pintura, el dibujo y la composición. Velazquez le abrió los ojos y dilató sus pupilas. El Greco y Goya lo internaron en un mundo psicológico y dramático. Ya su formación era otra. Se había hundido en el misterioso y complicado mundo de las artes visuales. Se extasiaba con los grandes maestros y soñaba de noche, en las frías noches del invierno madrileño, con los ojos vidriosos de las místicas madonnas del cretense, con la luz plateada que pasa como un fantasma por el cuadro de la Meninas o con los fusilamientos y los aquelarres de la época negra del maestro aragonés o con los desnudos voluptuosos y barrocos de Pedro Pablo el flamenco.